Para mi amiga Clara
“Pobres ánades vigilantes / Que contemplan y sienten todo... / fulgor de estrellas rutilantes; / roncar de sapos en el lodo, / o vuelo de aves emigrantes.”
José Juan Tablada
Su rostro era una planicie de bóvedas arenadas en un atardecer rosado junto al mar. Aimé campaneaba en figura de mujer su paso de sonrisa indefinida y andar erguido. Flanqueada por su morral de inanimada, apenas distraía la mirada de su camino por la calle más larga del centro.
En las mañanas de trabajo, amanecía con el vocerío de gaviotas y gallaretas que, entre pangas y a unos metros de su almohada, desayunaban las cabezas y tripas de pescado lanzadas por los pescadores del mercado,.
Desde que su hermana Clara se había ido de vuelta a la sierra, la boca de Aimé era una laguna seca por las mañanas hasta que llegaba a su tienda de faldas al extremo sur del centro y encendía la grabadora para limpiar el piso y las ventanas cantando.
Una mañana de neblina prematura Aimé escuchó que el vocerío del restaurante de aves sordas había aumentado de clientela, como cada año en finales de octubre con la llegada de pijijes desde el norte. Ese día cerró temprano la tienda de faldas porque quería oler la última tarde de brisa caliente venida desde el horizonte de cielo verde.
Cuando estuvo por fin sentada sobre la playa peinada por el viento, cerró con fuerza los ojos mientras arañaba empuñando en sus manos la arena. Aimé sentía un dolor profundo de estómago que no podía aliviar ningún té o doctor desde la muerte de su padre y su madre, seis y cuatro años atrás.
El sol terminó de llevarse el fuego y el calor casi imperceptible de la brisa que no volverían a ser un refugio para Aimé sino después del lento pasar de cuatro meses fríos.
Sin dar balance de rumbo, Aimé había marcado veinte pasos con cada pie sobre la arena cuando una parvada de pijijes pasó a doce metros frente a su mirada de horizonte perpetuo y se escuchó un clic fotográfico entre el vocerío y un silencio espásmico que ocurrió desde atrás de su espalda caminante.
De pie sobre la arena desgarrada en la playa, un hombre de piel bruna había robado al tiempo de parvadas el instante de vuelo de la falda de manta azul marino de Aimé coronada por diecisiete pijijes que segundos antes volaban rumbo al estero del Yugo.
El temor de un dolor vuelto cáncer como el de sus padres se borró de la cabeza y el estómago de Aimé, cuando sentenciosa volvió las cuarenta pisadas atrás en menos de treinta para levantar su morral tirado al lado del fotógrafo explorador y vestirlo con una mirada de mujer desvalijada de su playa y de su brisa.
-Perdón si no le he pedido permiso antes, pero era una imagen que no excusaría el vacilo de un amante de las aves. ¿Sabe Usted? si me lo permite le obsequiaré la fotografía mañana si me dice dónde se la puedo llevar.
Aimé no se contentó y ni siquiera escuchó las disculpas en español del ornitólogo extranjero. Cogió sus dos huaraches arenados agachándose de nuevo y corrió sin que Andrew viera sus ojos inundados de nube.
II
"Me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo... ¡pero eso sí!, y en esto soy irreductible, no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar."
Juan Carlos Onetti
"La dimensión de los cambios en el clima del planeta no alcanza a tocar aún a Puerto Peregrinos" Así concluían las notas en la libreta de campo de Andrew en su visita de dos años atrás al "Puerto de las bondades divinas", como le llamaba su maestro Elmor Tobbish.
Puerto Peregrinos había sido desde finales del siglo diecinueve punto de partida para las exploraciones de naturalistas como Alonso Forrer, en el siglo veinte para Roy McDiadrmid, Robert G. Webb o Elmor Tobbish, como ahora para Andrew y su búsqueda de especificaciones que describieran los motivos de convergencia para las aves provenientes del cálido trópico y las del templado norte.
El sueño de Andrew era encontrar un lugar para vivir lejos del estomago monstruoso de su país. Había absorbido hasta la sangre la voluntad firme de vivir en libertad como cualquier estadounidense, pero con necia rebeldía creía que era lejos donde podría construir una vida feliz.
Cuando Andrew caminaba lo hacía con un rostro sonriente que comenzaba en su frente y terminaba hasta la extensión de sus manos en cualquier trato con humano, animal o planta. Fue el más sonriente durante las seis marchas en las que participó dentro y fuera de su país contra la guerra del terrorismo, y el más feliz al gritar las consignas de "No en nuestro nombre".
Su vocación era como la de pocos científicos con actitud de niños preguntones e inquietos, frenéticamente dispuesto a las cosas simples con la gracia tremenda de vivir para descubrir. Desde quince años atrás las rutas de viaje de Andrew eran fuera de su país y lo más lejano posible de Washington. Andrew disfrutaba descubrir nuevos colores y sabores al comer en cualquier país latino, pero sin duda su mejor descubrimiento y placer de juego era probar cualquier platillo, bebida o dulce con picante en México, como para probar su resistencia.
-Yo estudio a las aves, ¿sabe? Soy aprendiz de su vuelo.
La dueña de la posada donde Andrew viviría por varios meses en Puerto Peregrinos escuchó estas palabras de presentación como si recibiera el beso de un príncipe en sus manos de veintitantos años tarde. Clavando la mirada en el suelo por un momento insoportable de pudor y desconsuelo, la señora sonrió errada sin ver a los ojos del gentil extranjero.
La tarde anterior Aimé había reconocido en la cámara fotográfica de Andrew los pasos de un buque que encallaba a sus espaldas con su red de arrastre. Fue la misma tarde en que Andrew recordó que lo que menos le gustaba de México eran los juegos de resortera que tenían aún muchos niños de los pueblos sin gimnasios.
La mañana siguiente a su llegada a Puerto Peregrinos, Andrew recibió al cielo iluminado por un aroma de brisa tibia amarilla junto al muelle areonoso de pescadores de sierras, pargos y botetes. Vio cómo su añejo guía Chuy Fonseca arribaba a la playa en su panga mientras a una cuadra de la avenida costera descendía de un edificio en ruinas el molde de alas en que se metía Aime para salir a trabajar. Antes de iniciar su primera expedición a los manglares del sur de Puerto Peregrinos, Andrew se suspendía incrédulo de su suerte al ver a menos de cincuenta metros el aleteo de Aime saliendo de su nido.
-Todas las mañanas sale temprano Andrew, va a abrir su tienda d antes que ninguna otra del centro. Cuando regresemos te digo dónde encontrarla, porque ahorita te voy a llevar como quedamos a los manglares antes de que baje la marea.
Chuy Fonseca sabía que aunque Andrew reconociera la ruta nunca podría dar con el vuelo de Aime como lo hacía con las miles de aves que venía a ver cada año a Puerto Peregrinos y sus alrededores. Desde hacía siete que se conocían y nunca lo había visto interesarse por una mujer.
-Yo creía que ni le gustaban las mujeres al Andrew. Le dijo más tarde Chuy Fonseca a su esposa.
Después de ocho horas y media de observación casi entumecente entre los mangles e islotes al sur de Puerto Peregrinos, apenas desembarcado Andrew llegó y salió de la posada para tomar un cuaderno amplio de amate grabado y dirigirse con el estómago vacío en camino diez calles al poniente del centro.
Aimé descubrió esa tarde que las coincidencias suelen indagar hasta que necias reúnen en oasis a sus víctimas.
-Sólo vendo faldas en esta tienda ¿busca una? --le preguntó a Andrew con inusual actitud hacia las personas que visitan a diario su tienda.
Andrew dejó su cuaderno forrado de amate en una vitrina de la tienda de faldas de Aime y salió aprisa entresonriendo una petición de reconciliación y alzando a medio pecho sus manos ante la amenaza a voz armada de Aime.
III
Recuerdo que iba camino a Plomosas pero no me lograba quitar del puerto, entre cada curva en que me elevaba más la sierra, la cuerda que venia dejando tras de mi iba haciéndose más pesada. Era la primera ocasión en mucho tiempo en que no llegaba a Plomosas de día. La sierra me parecia un retrato de invierno en pleno otoño y entre las hojas que calleron esa mañana de frio y viento, leí las últimas cuatro líneas que acababa de escribir a la mujer que llevaba las alas :
"Me parece que así como usted tiene sus espinas yo tengo mis dudas, y no en usted, sino en mi y en todo lo que se eleva y flota, en todo lo que dura menos tiempo que el aleteo de un pato temeroso. Desde que aquella tarde terminó, tengo la certeza de que sus pasos en la arena señalan el rumbo de todo lo que tengo por verdad en la vida"
IV
Aimé miró el rostro angustiado que se llevó Andrew al salir de su tienda de faldas y se despertaron gorriones dentro de su pecho de mujer. No quiso mirar al espejo colgado detrás de la vitrina y frente a la entrada de la tienda para negarse que de pronto un viento cálido y acelerado le rosaba las mejillas, las orejas y sus brazos extraviados.
Después de apagar el radio y cerrar la puerta de dos aberturas de la entrada a su tienda, Aimé tomó el cuaderno forrado de un amate claro que había dejado dentro de la tienda la visita fugaz del joven científico sin decir palabra alguna. Aimé dio vuelta a la portada vacía del bultoso encuadernado y encontró en la primera página las instrucciones que sentenciaban los motivos del presente de Andrew a Aimé:
“Le regalo estas plumas que sólo en sus manos podrán recuperar las alas que perdieron. Usted podría darle reparo a su angustia de no tener altura con el viento, son plumas que recolecté en la sierra hace dos años, desde Plomosas hasta donde nace el último de los once ríos más al norte.
No se preocupe, su alma está a salvo, ayer velé el rollo fotográfico que pudo haber arrebatado el secreto de su vuelo en la playa junto a los patos pijijes, por favor disculpe mi atrevimiento de atorar sus alas en ese momento...”
Aimé cerró el encuadernado en amate apartándose y sin ver la última nota ni el contenido de las ochenta y tres páginas de empapelados de veinte por veinte centímetros. Abrió de nuevo de par en par la entrada a su tienda, encendió la grabadora como todos los días y con una inusitada urgencia y los labios apretados comenzó a cortar un rollo de manta teñida con raíces de mangle rojo sobre su mesa de trabajo.
Entre copos de hilo de algodón, Aimé comenzó a esbozar sobre la tela líneas de vuelo detenido con trazos de diversos ángulos y extensiones. Al final de dos semanas y desconcentrada del invierno prematuro, Aimé había convertido treinta y seis metros de tela en doce faldas con amplio vuelo de parvadas doradas envolviendo atardeceres y amaneceres en taninos de otoño al viento.
No volvieron a coincidir Andrew y Aimé en ninguna tarde, muelle, tienda o playa. El trabajo a contrarreloj del ornitólogo extranjero, sus expediciones hacia las islas, la costa y el pie de la sierra, lo llevaban lejos de Puerto Peregrinos a veces a solas, a veces con la guía del pescador y navegante Chuy Fonseca y en temporadas cortas lo arrollaban largas jornadas con el grupo de filmaciones para National Geographic y la edición final de sus resultados de investigación sobre los efectos en la distribución de las aves en la transición de Puerto Peregrinos.
Esta vez y como nunca había demasiados turistas extranjeros en Puerto Peregrinos, por lo que Aimé no dejó de tener encargos de diseños nuevos de faldas y como nunca surgieron diseños en sus faldas sobre alas y aves de todos tamaños, costumbres y vuelos.
Al pasar de nuevos días Aimé fue olvidándose de la herencia de cáncer de sus padres y una muerte prematura para ella a sus veinticuatro años. Los dolores de estómago y el hambre volvieron a ocupar su lugar de provecho, su sonrisa había sido el primer florecimiento de canción para los vientos impasibles de aquel invierno.
Aimé viajaba desde iniciado diciembre los domingos a Plomosas y regresaba a Puerto Peregrinos acarreando nuevas plumas, largas pláticas con su hermana Clara y los abrazos de su abuela Nicha.
Cerca del inicio oficial de la primavera siguiente, Aimé abrió por primera vez el catálogo de cuatrocientas veinte plumas que se sumaron pronto a las casi cien que ella había juntado para emplumar la falda más amplia y colorida que Aimé había hecho para sí misma.
Una de las últimas mañanas asalariadas por el viento venido del norte, Aimé subió temprano en el muelle de Playa del norte a la panga de Chuy Fonseca, quien le había prometido la tarde anterior llevarla a la Isla de los pájaros donde Andrew esperaba la despedida de la última generación de pijijes y pájaros patas azules.
Entender por qué y cómo vuelan todas las aves hacia las islas del mar de Puerto Peregrinos no habría sido asaz para su viaje. Tan pronto vio llegar Andrew a la inesperada Aimé, reconoció en su andar de piernas de mujer las coloridas alas de colibríes, negros cormoranes, luisillos, garzones grises y blancos, búhos pardos y gorriones azules, que emplumaban el vuelo de la falda abrillante del andar de Aimé caminando contra el viento hacia el mar de pelícanos sobre la arena.
FIN
1 comentario:
Así que mi coterráneo Onetti dijo eso, jsjs, muy bueno.
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