…hay algunos
que nacen, otros crecen, otros mueren,
y otros que nacen y no mueren
César Vallejo
La mañana del día veinticuatro de febrero amanecí tarde, con tan sólo diez minutos disponibles para vestirme y salir hacia la preparatoria. Esa mañana íbamos a terminar de hacer papel reciclado en el taller de pintura que imparto.
La relatividad en su actividad impostergable hizo que los diez minutos se convirtieran en veinte y yo llegara tarde aquella mañana a la escuela. Utilicé el camino más largo y lleno de confeti. La humedad fría y la prisa hicieron que ninguna imagen se fijara en mi memoria esa mañana, ninguna persona, ninguna escena a las siete cuarenta de la mañana. Al menos me pareció que el camino no tenía nada de extraordinario o extravagante después de que la primera noche de carnaval acababa de pasar.
Encima del retraso se me había olvidado comprar maicena para verter en la licuadora junto con el revoltijo de papel molido y fibras naturales, también había olvidado decirle a mis trece alumnos que llevaran resistol suficiente para hacer engrudo especial, en caso de que el tradicional fallara.
Por eso al llegar a la preparatoria, tuve que dejar la licuadora y correr en menos de dos minutos a la tienda más cercana, que por el carnaval estaba cerrada en Olas Altas, corrí entonces frente al museo de arte y rogué por la apertura de un atajo de gusano que redujera mi impuntualidad del día, permitiera el cielo que hubiera maicena en la única tienda abierta para poder preparar el engrudo indispensable, pero sobre todo rogué por que me alcanzara con los únicos cinco pesos que llevaba en el bolsillo.
Entre tantas plegarías cruzaba a un costado del busto de Venustiano Carranza, ubicado en la infronteriza calle del mismo nombre, me di cuenta que frente al General Carranza se hallaba una mujer extrañamente marcial departiendo frases dispersas con voz fuerte. Con todo y mi prisa no me de tuve hasta que entré con poco aire a la tienda. Después de ver que me alcanzó para una cajita de menos de cien gramos de maicena y unos chicles, sentí un alivió que me permitió volver más despierto a la clase de elaboración del papel.
Al volver a pasar frente a la imagen de la mujer expresando más fe que patriotismo, me percaté de más detalles: iba vestida de un atuendo por demás enfático, seguramente esa impuntual mañana, además de ser viernes de carnaval, era el día de la bandera. La mujer, uniformada por un verde militar, vestía una falda y blusa que perecían en una correcta pero ajustada envoltura a su gordura, unos moños tricolores en la cabeza y zapatillas blancas de pronunciado tacón, que me hicieron recordar que cinco minutos antes la había visto calles antes de llegar a la escuela, marchando mientras yo doblaba en una esquina a toda velocidad. ¿Cómo llegó al mismo tiempo que yo y sin correr? Hasta ahora me surge la pregunta.
Esa mujer, aquella mañana, se había levantado temprano, conciente del calendario y del día que se celebraba, pero sobre todo esperanzada en que su monólogo con Carranza habría de ser en beneficio de los desafortunados:
- Ayudaremos a nuestros hermanos de Honduras y Centrooamérica cuando México pueda volver a ser fuerte...- fue lo único que alcancé a escucharle decir.
El atuendo tricolor y la tocada mujer, (la trastornada fe, los nueve monstruos) me hicieron pensar en las mujeres priístas que salían fervorosas a apoyar a sus candidatos, cuando casi todos eran priístas en este país (o al menos eso se decía) y todos se enjuagaban en el espejismo del sudor y la perpetuidad del único partido que sabía pulular, aquello, era la cordura que, dicen, terminó con el milenio anterior.
La cándida miliciana me retuvo en lo casi religioso y ceremonial de los veinticuatro de febrero en la primaria y la secundaria, en el “se levanta en el asta mi bandera”, y me hizo imaginar a una madre patria de los libros de texto gratuitos, regordeta y desalineada, reclamándole fe a todos sus hijos, traición a todos sus héroes y desencanto a si misma. El resto del día continué llegando tarde al resto de los lugares a los que tenía que ir, pero, entre otras cosas, pudimos terminar de hacer nuestro papel y el engrudo funcionó adecuadamente.
La locura mater patria seguramente aventó largos monólogos y reavivó promesas postergadas, no logró atraer la atención de los distraídos de su coherencia, algunos cuantos la escuchamos muy aprisa y sin la paciencia y detenimiento de la que sólo gozan en esta ciudad los bustos y los metales. Desperté al final del día, recordando que es la afortunada chifladura, el único espíritu con autorización para andar en las calles durante el carnaval.
Cassette 2
Hace 9 años
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